Vicente Ameztoy Villabonan
Leyendo la maravillosa pequeña autobiografía en negro, sobre fondo gris del catálogo de la exposición Karne & Klorofila, supe que Vicente Ameztoy solía identificarse con ese animal que le correspondía según el horóscopo chino, cuya cresta-roja veía similar a su pelo-rojo. Algo ‘gallito’ debía de ser, al menos eso es lo que en ese mismo texto escribe.
Desde el 23 de mayo, cuando entré por primera vez en la sala de exposiciones en la que iba a trabajar y que se encontraba en pleno proceso de montaje, hasta hoy, penúltimo día de la muestra, he ido configurando una imagen de Vicente Ameztoy compuesta a partir de lecturas de textos y catálogos, imágenes de obra; pero sobre todo, a partir de las conversaciones que han ido llenando las horas de trabajo.
La sala presenta algunas de las piezas que normalmente habitan las paredes de Etxe-Ondo; esa gran casa del siglo XVII que durante los años setenta y ochenta, al tiempo que presenciaba la implacable transformación urbanística a su alrededor, hizo de Villabona un lugar por el que transitaron múltiples artistas. Etxe-Ondo fue un territorio, en palabras de Ameztoy, a veces mágico, otras maldito, pero siempre amado, que fue elemento fundamental en su actitud vital. A esta casa acudían personajes variados, desde Iván Zulueta o Mikel Laboa hasta vecinos del pueblo y amigos de la familia a visitar al artista y a su mujer Virginia, personas que poco a poco han ido pasando por esta sala y compartiendo conmigo infinidad de historias sobre aquél al que antes llamaba Vicente Ameztoy y ahora, como en una especie de giro emocional, llamo simplemente Vicente.
Mientras escribo estas notas aún en la sala de exposiciones rodeada de obras rara vez mostradas en los últimos años, un hombre cruza la puerta. Es la tercera vez que viene. Me cuenta, mirándome con sus ojos azules y pequeños, la comisura de los labios dibujada hacia abajo, nariz pronunciada, cómo hablaba con Vicente casi a diario, mientras mueve los dedos de sus manos, marcados por, imagino, horas y horas de trabajo en el campo. En su primera visita vimos parte del vídeo juntos, parecía conocer con exactitud cada una de las obras que ahí aparecen: en este cuadro pintó un pequeño escarabajo en la tierra… Parece ser que conocía bien a Bixente, con el que compartía cenas y comidas en la sociedad del pueblo. Dice que al artista le gustaba mucho cocinar, especialidad rape a la americana, como la de mi madre. Vio su primera exposición individual en la Galería Barandiaran de Donosti en el 67, también estuvo en Arteleku en 1990 y en el Koldo Mitxelena en el 2000, pero nunca se atrevió a confesarle la admiración por su trabajo.
La práctica de Vicente se caracteriza por una mezcla de estilos sobre los que planean figuras tan diversas como la de Magritte o los Pre-Rafaelistas. Nunca le gustó pertenecer a ningún ismo, y efectivamente creo que era un outsider al que los contrastes le interesaban enormemente. Personalmente, siento cierta admiración por su capacidad de manejarse cómodamente en distintos tipos de registros: frente a un hiperrealismo trabajado hasta el más mínimo detalle, que vemos en piezas como el cartel para el mercado de Villafranca, hasta obras en las que adquieren valor aspectos como lo sucio, lo oscuro o lo primitivo, y que ponen de manifiesto la influencia de Marcel Duchamp, de quien sé que tenía un cartel en su estudio. Su trabajo nos acerca a un mundo que aúna extremos: lo familiar con lo global, la realidad con la ficción, la noche con el día. Los años setenta fueron la década en que más obra produjo, quién sabe si estimulado por un ambiente tan políticamente complejo como socialmente revuelto, o apremiado por aquellas galerías con las que pronto dejó de trabajar. En esta muestra obtenemos algunas de las claves para interpretar aquel Euskal Herria de los setenta, fragmentaria, rota, atacada, que provocó piezas que nos hablan de la imposibilidad de representar un país. Podemos acercarnos a los momentos inmediatamente posteriores a la dictadura, a través del facsímil impreso para la exposición, donde se agrupan algunas de las portadas que Vicente publicó en 1978 para Zeruko Argia. Asimismo, cualquiera que se haya acercado hasta aquí ha podido conocer algunos de los elementos presentes en casi toda la obra de Ameztoy: la importancia de sus viajes a Marruecos y la influencia del paisaje vasco en su trabajo, reflejada directamente en esos seres mitad-humanos-mitad-vegetales a los que en 1992 dio forma tridimensional en la película Vacas.
Por lo que sus conocidos han ido relatando, Vicente debía de ser un hombre que cultivaba más los silencios que la palabra, al que le gustaba escuchar y no tanto hablar, por eso quizá siento algo tensa la entrevista que le hacen en uno de los vídeos. En ella, realizada un año antes de su muerte, el artista habla de la ermita que pintó en Remelluri, lugar en el que trabajó durante siete meses al año a lo largo de siete años. Un señor me cuenta que durante aquella época pasó mucho tiempo sin verle y cuando al fin se lo encontró le preguntó: pero ¿dónde andas Bixente? Pues, donde voy a andar, pintando. Si, pero no pintas aquí, no me engañes. No, no, estoy en Remelluri.
El señor se sonríe. Cada una de las personas que aquí se acercan me transmiten cierta admiración por Vicente Ameztoy. Llegan a veces a desbordar la propia figura del artista, mitificando su imagen, pero todos los relatos sirven para construir aunque sea a retazos la figura de un hombre entrañable. Esta exposición ha sido un evento realmente necesario para Villabona, un pueblo que conocía la parte de Vicente más ligada a lo extravagante, a una generación, la de los setenta y ochenta, que experimentaba de todas las formas posibles. Y este pueblo, me da la sensación, ha conocido la obra de ese pelirrojo que paseaba en bicicleta. Y la ha disfrutado. Esperemos que de aquí en adelante se pueda disfrutar de este trabajo más allá de las puertas de esta sala.
Leire San Martín